Entre muchos, hay dos textos bíblicos que clarifican la cuestión. En la Epístola a los Romanos (1,26-27) se dice: "Por esa razón los entregó Dios a pasiones degradantes: sus mujeres cambiaron las relaciones naturales con otras innaturales, y los hombres lo mismo: dejando las relaciones naturales con la mujer, se consumieron de deseos unos por otros; cometen infamias con otros hombres, recibiendo en su persona el pago inevitable de sus desórdenes". Y en la Primera Carta a los Corintios (6,9-10) se dice: "¿Han olvidado que la gente injusta no heredará el reino de Dios? No se llamen a engaño: los inmorales, idólatras, adúlteros, invertidos, sodomitas, ladrones, codiciosos, borrachos, difamadores o tramposos no heredarán el reino de Dios". A pesar de este juicio tan fuerte, el versículo siguiente, el 11, da esperanzas al homosexual, ya que si había cristianos que habían sido homosexuales, fornicarios, idólatras, ladrones, etc., al conocer a Cristo dejaron esas prácticas y fueron "santificados" y "justificados", y por ello herederos del reino de Dios. Contemporáneamente, la Iglesia se ha vuelto a ocupar del tema aclarando que si las inclinaciones homosexuales no son constitutivas de pecado, sí lo son las prácticas y conductas. Señala que, aun cuando el Estado puede ser tolerante con dichas uniones, se debe intentar contener el fenómeno dentro de unos límites que no pongan en peligro el tejido de la moralidad pública. Así se invita a los católicos a oponerse a la legalización de las uniones homosexuales, a la adopción de niños por parte de estas parejas y a la posible redefinición de la noción de matrimonio. Pastoralmente hay que decir que los homosexuales son hijos e hijas de Dios, aunque tengan inclinaciones que pueden ser difíciles de dominar. Pero si no actúan de conformidad con esas inclinaciones, entonces pueden seguir adelante como todos los demás miembros de la Iglesia.